Y se quedó en eso, en un casi principio con prematuro final catastrófico, infausto, desastroso, aciago; contentas las perdices de que no nos las comiésemos. Contento el resto de que la tragedia fuese real.
No me enamoré, por supuesto.
Ni si quiera cogimos aire para la carrerilla que ni yo, ni nadie se esperaba que tendríamos que hacer. Los 300 metros lisos sin descanso para una bocanada de oxigeno, ¿para llegar a donde? El desenlace de ningún comienzo, la apacible apatía de dos conocidos que no se conocen ya, que se miran de cerca y se llaman en silencio, que se temen próximos, que se refugian los miedos en los ojos del otro en la lejanía. Pero ya, ya nada tienen, ya no se tienen de ningún modo.
Mi vórtice no es fácil de controlar pero aquí estoy, ni yo me reconozco, tranquila, serena, sosegada, mansa. Sabía cual seria mi realidad. Sabía que lo bonito no estaba hecho para los despojos de mi alma. Sabía que los destellos de luz clara estarían en primera linea de meta, 300.000 kilómetros por segundos por delante; yo, Lobreguez, que voy a hacer ante eso.
No, no es mucha mujer para ti, es la dosis exacta, la jeringa calibrada a tu medida. Pero, pero pero, hay peros de por medio.
No te enamoraste, por supuesto.
Estuvimos a kilometro 0, esperando avanzar, esperando algo y nada, teniendonos. El problema fue que yo insistía en apretar el acelerador hacia delante cuando tu lo hacías marcha atrás. Y ahí nos quedamos, o más bien, me quedé, estancada. Yo me canse del pedal y tu seguiste tu marcha atrás.
Ahora ya, nada.
Ahora yo, nada.
Ahora tu, ella.
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